Siguiendo la lógica de la ley física de la conservación, la que dicta
que la energía ni se crea ni se destruye, sino que solo se transforma, lo que siento
por ti no puede ser reciente. Ha estado aquí siempre.
Existían ya elementos de su composición química en la Nébula solar y
en la explosión supernova que dio origen a este planeta. En el vapor marino de
los asteroides que se transformó en agua salada, llenando acantilados de liquido
vital y de especies de animales que todavía nadie conoce del todo.
Aquí estaba cuando se formó la inmensa curva azul del cielo. Cuando se
trazó la línea nítida y recta del horizonte y se delinearon las masas
continentales.
Era ya un rastro de tinta en el libro que usaron los Dioses al
principio, ese donde determinaron sin misericordia el destino de cada mortal.
Podemos inferir que existió mucho antes de la creación de la nostalgia.
Antes de cualquier emblema. Antes de la religión y de la gestación de los laberintos
que todos llevamos adentro. Antes de nuestro recuerdo más valioso y ancestral. Antes
de la original formación de la ceniza de donde dicen que venimos.
Estaba ahí cuando se diseñó el trazo perfecto de las hojas de los
helechos y el diseño geométrico del caparazón de las tortugas.
En uno de esos casos de elipsis temporal podríamos confirmar su evidencia
en el polvo que cubre la colección de fósiles en todo museo de historia
natural.
Ya nos iremos conociendo mejor tu y yo, dando espacio a ésta actual versión
de nosotros. Pero como puedes ver, es inconsecuente la forma que le demos.
Inconsecuente, porque mucho después de dejar de ser lo que somos seguirá
existiendo este mismo elemento, sus moléculas estables, intactas, libres, dispersas; quizás
dándole el brillo a las telarañas y el verde a la hierba nueva.
Se verá su destello en los astros que algún día alguien conectará para
ver formarse alguna anónima constelación o la evidencia de una historia que,
como todo, ha existido desde siempre.
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